martes, 24 de diciembre de 2013

Caídas.

Y caí, otra vez. Caí tan profundo que creí que no podría volver a levantarme. La caída tuvo un gusto amargo y el impacto fue devastador. Sentí con incredulidad que mis fuerzas ya no respondían, como si se hubiesen marchitado igual que lo habían hecho mis esperanzas. La sensación era como si estuviera en medio de una habitación vacía, la única ventana que hay está cerrada, y poco a poco todo empieza a inundarse.  Se inunda de todas aquellas lágrimas derramadas y no advertidas, de todos esos gritos en soledad que no fueron escuchados, de todas las súplicas de las que no se preocupó, de la horrible sensación de que no le importa en lo más mínimo todos estos sentimientos que ahora están a punto de ahogarme. Cuando crees que ya está todo perdido llega alguien que rompe el cristal de la ventana y deja que todos esos sentimientos que te atormentaban salgan al exterior, te presta sus manos para que te levantes y te alienta con mensajes de ánimo para que sigas adelante. Y lo haces, sacas las fuerzas de cualquier sitio para volver a ponerte en pie y hacerle frente a todo eso que un día te hizo tanto daño. No lo dices con furia, ni con rencor, tan solo pena, pero lo dices “Adiós”.

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